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miércoles, 14 de mayo de 2014

La prioridad del ser en la sociedad del hacer

INTRODUCCIÓN 


Esta frase, que alguien dijo del filósofo judío cristiano Emmanuel Levinas cuando murió, me causó un notable impacto. Pensaba en mi propia vida. ¿Puede haber mejor resumen y elogio para un creyente? Me hizo reflexionar más sobre un principio bíblico que ha sido capital en mi ministerio desde que lo aprendí siendo adolescente: «Lo más importante en esta vida no es hacer, sino ser».
Sí, el ser antecede al hacer. Para Dios es más importante cómo somos que lo que hacemos. Esta idea queda clara en las palabras de Dios a Samuel cuando escogió a David para ser rey: ¿Cuál fue la instrucción básica que le dio al profeta? «No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura... porque Dios no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Dios mira el corazón» (1 Samuel 16:7). ¿Qué era lo fundamental a la hora de buscar al hombre idóneo para dirigir al pueblo? La respuesta no deja lugar a dudas: «no mires... mira...». Para Dios había algo que evitar y algo que buscar: evitar lo externo, lo aparente porque es secundario, buscar lo que hay dentro, el corazón, el ser, porque desde siempre Dios escudriña la mente y el corazón (Jeremías 11:20). El hacer tiene su valor, pero siempre que sea resultado de un corazón –un ser– limpio.
A simple vista parece que todos coincidimos, tanto creyentes como no creyentes, en este principio: la valía de un ser humano no depende tanto del hacer como del ser. El escritor Oscar Wilde, por ejemplo, dijo: «La obra de uno es uno mismo». Pero, ¿estamos hablando de lo mismo? Cuáles son las ideas del mundo al hablar del «ser». Ser, ¿qué? Al ponerle «nombre y apellido» es donde las posturas divergen profundamente y necesitamos entender lo que piensa la sociedad de nuestros días sobre este tema, porque se aleja claramente de la enseñanza bíblica.
 1. CAMINOS SIN SALIDA: LAS OPCIONES SECULARES
Estas opciones se le presentan al creyente como caminos atractivos de entrada, pero que, en último término, no llevan a ninguna parte más que a la frustración, al sentido de absurdidad tan bien descrito en el libro del Eclesiastés. Por ello, los llamamos caminos vacíos, sin salida. El peligro radica en su atractivo inicial que seduce. Seducen porque halagan al ego con unas propuestas de autorrealización y de libertad que deslumbran al corazón humano tan ávido de gloria y de autosuficiencia. En este sentido, son tentaciones que nos pueden extraviar del buen camino, del auténtico sentido bíblico del ser.
No olvidemos cómo entró el pecado en el mundo; la promesa fue «seréis como Dios» (Génesis 3:5). El diablo apela precisamente a la tentación del «llegar a ser» para seducir –engañar– a Adán y Eva. No estamos por tanto ante un tema trivial, sino –nada más y nada menos– que ante la misma tentación por la que entró el pecado en la tierra. Así pues, cuidado con las ofertas del «ser» que provienen del mundo porque son instrumento favorito del maligno para apartar al hombre de su Creador, para extraviar al creyente y a la iglesia del propósito esencial del Evangelio: la opción de ser nuevas criaturas en Cristo (2 Corintios 5:17).
¿Cuáles son estos caminos seductores que ofrece la sociedad hoy? Hemos escogido los tres que nos han parecido más relevantes.
A) LA OPCIÓN HUMANISTA: «SERÉIS COMO DIOS» (Génesis 3:5)
Esta opción, muy en boga en nuestros días, puede presentar diferentes formas, cada una de las cuales refleja distintos énfasis. Veámoslas:
• La autoglorificación: ser famoso-ser admirado
El deseo de hacerse un nombre y «que todos me recuerden y hablen de mí» es muy antiguo. Lo encontramos ya descrito en el libro de Génesis cuando los hombres deciden construir la Torre de Babel con un propósito tan claro como reprobable: «Edifiquémonos una ciudad y una torre... y hagámonos un nombre» (Génesis 11:4). No es de extrañar que semejante motivación enojara a Dios, quien «confundió el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció» (v. 9). Es cierto, sin embargo, que este culto al yo se ha agravado desde fines del siglo XX hasta convertirse hoy en una verdadera religión, en parte por la influencia de las llamadas psicologías humanistas (Karl Rogers, A. Maslow, Eric Fromm, entre otros) que parten de una premisa teórica tan halagadora para el ego como equivocada a ojos de Dios: el ser humano es poco menos que omnipotente. Por ello, la aspiración a llegar a ser grande, famoso es muy coherente con esta filosofía.
Esta tentación no es exclusiva de gobernantes que ostentan un poder colosal y se hacen construir estatuas o mausoleos para perpetuar su nombre. No hay que ser un Lenin, un Bokassa o alguno de los megalómanos de la Historia. Alguien tan sencillo como Salieri, el músico contemporáneo y rival de Mozart nos ha dejado un excelente ejemplo del poder de seducción de la vanidad. En la película Amadeus se cita esta oración atribuida a Salieri: «Señor hazme un gran compositor. Permíteme celebrar tu gloria a través de la música y celebrarme a mí mismo. Hazme famoso en todo el mundo, hazme inmortal. Después que yo muera, permite que la gente pronuncie mi nombre por siempre con amor gracias a lo que he compuesto».
Otro ejemplo bien cercano. Llama poderosamente la atención un hecho: las profesiones más deseadas hoy por los niños para «cuando sean mayores» son: futbolistas, actores, actrices, cantantes, modelos, etc. Hace sólo 30 años la respuesta era bien diferente: médicos, ingenieros, bomberos, enfermeras, maestros. ¿Qué revela este cambio tan profundo y significativo? Los valores ahora no vienen motivados por un interés social –solidaridad–, sino por el simple deseo narcisista de triunfar y llegar a ser famoso. ¿Cómo se explica, si no, el éxito arrollador de programas televisivos como «Operación Triunfo»? Es el espejo –el sueño– en el que se miran miles de jóvenes cuya meta en la vida es triunfar y triunfar es ser famoso.
 La autorrealización: «busca para ti grandezas»
Esta variante de la opción humanista es, de hecho, la continuidad de la anterior. Si quieres ser grande, tienes que hacer algo grande. Por ello, su oferta es un desafío a desarrollar al máximo tu potencial porque éste es el camino para ser feliz. Su planteamiento resumido sería: «Tú tienes una energía interior extraordinaria; piensa algo grande, un sueño, y desarróllalo; tú puedes hacer todo lo que te propongas; no hay límites para tu capacidad».
Hasta aquí parece que no hay nada malo en esta «ambición». Nos recuerda incluso un principio bíblico pues ya dijo el salmista que el hombre «es poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies» (Salmo 8:5-6). No olvidemos que el diablo reviste cada una de estas tentaciones con una apariencia de licitud moral, hasta se apoya en textos de la Biblia –citados fuera de contexto– tal como hizo al tentar al Señor. Por ello decíamos antes que podían deslumbrar y seducir. En realidad, mucho del lenguaje de las filosofías más populares hoy (Nueva Era, las nuevas espiritualidades, etc.) tienen ecos cristianos que pueden inducir a confusión.
¿Qué hay de malo en la autorrealización? Existe una forma de autorrealizarse que es bíblica. Cuando Dios pone 
a Adán y Eva en el Edén les da un mandato para trabajar y desarrollar al máximo su creatividad, sus talentos y sus dones. En un mundo sin pecado, el trabajo era, al mismo tiempo, una fuente de satisfacción personal y glorificaba a Dios. El apóstol Pablo entendió muy bien esta forma legítima de autorrealización con una frase memorable: «Para mí el vivir es Cristo» (Filipenses 1:21). El creyente viene a decir como Juan el Bautista: «Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30). En cambio, cuando la autorrealización busca primero engrandecer el ego olvidándose de cualquier referencia al Creador se convierte en un pecado. Recordemos bien la amonestación de Jeremías a su secretario Baruc: «¿Y tú buscas para ti grandezas? No las busques» (Jeremías 45:5).
Cada uno de estos caminos tiene consecuencias. La opción humanista, en sus dos formas, suele llevar a un activismo desenfrenado ¡Significativa paradoja! Cuando la preocupación por el «ser» se centra en el «yo», lleva a un «hacer» frenético. Pero no es tan sorprendente. Tiene su lógica. Si uno vive prioritariamente para «construir su torre», para hacerse un nombre y busca grandezas para sí, acaba viviendo de forma muy ajetreada. ¿Por qué? La respuesta bíblica es clara: porque nunca tiene suficiente, es devorado por la codicia, la ambición aparece como una sed insaciable que no encuentra límites. Qué interesante la correlación que el salmista traza en el Salmo 127 entre la casa edificada sin Dios y el ritmo de vida enloquecido: «si el Señor no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican... por demás es que os levantéis de madrugada, y vayáis tarde a reposar; y que comáis pan de dolores...» (Salmo 127:1-2). Es un diagnóstico preciso de la «enfermedad» de nuestro mundo occidental. Muchas personas hoy no viven, simplemente «hacen», están permanentemente ocupadas en un proyecto de vida que resultará vacío porque prescinde de Dios, el arquitecto del edificio.
Ello explica que asistamos hoy a una inversión diabólica del orden bíblico: muchas personas no trabajan para vivir, sino que viven para trabajar. Cierto que, en algunos casos, ello se hace por necesidad, para aliviar severas penurias económicas. Por desgracia, en un mundo tan materialista y competitivo, muchos tienen que malvivir para sobrevivir. Pero, en no pocos casos, el activismo con sus problemas colaterales, como el estrés, la ansiedad, etc., es la factura de una ambición desmesurada y centrada en el yo. Los biógrafos dicen del escritor francés Marcel Proust que, en los últimos años de su vida, «no vivió, sólo escribió». Nada más lejos de mi intención que juzgar las motivaciones o la ambición del gran escritor francés. Pero nos sirve como recordatorio de que uno puede estar tan absorbido con lo que hace, con la construcción de su torre, que acaba produciendo una metamorfosis lamentable en la vida: sustituye el «ser» por el «hacer».
Unas palabras de confesión y autocrítica aquí. Los creyentes no estamos del todo libres de este pecado. ¿Cuántos de nuestros esfuerzos tienen por meta, aun sin darnos cuenta, labrarse un nombre, mejorar la autoestima, conseguir el aplauso y el reconocimiento de los demás? ¡Cuidado con las motivaciones! Las palabras del Señor en Hageo «sembráis mucho, y recogéis poco... meditad sobre vuestros caminos» (Hageo 1:6-7) siguen teniendo actualidad para nosotros como pueblo de Dios.
 B) LA OPCIÓN AUTONOMISTA: «SOMOS LIBRES» (Jeremías 2:31).
Este camino también se nos aparece como muy atractivo. Su lema sería «sé libre, sé tú mismo, sé feliz». ¿A quien no le gusta sentirse así? Su poder de seducción está atrayendo –y arruinando– a miles de personas y familias. Nos presenta la independencia como la fuente de suprema felicidad. «Descubre tu propio camino y no dependas de nadie»; «mejor solo y tranquilo que acompañado con problemas». De nuevo, ¿no hay aquí un grano de verdad? ¿Dónde está el problema moral de esta opción? La asociación de la felicidad con la independencia es el argumento favorito del diablo. Así engañó a Eva y Adán haciéndoles creer que separados de Dios estarían mejor, serían promovidos a un estado de felicidad superior: «serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Génesis 3:5).
Esta forma de ser también tiene una consecuencia: el rechazo del compromiso. Existe hoy una especie de «alergia» a cualquier situación que requiera compromiso. De ahí el aumento espectacular del número de personas que viven solas sin deseos de formar una familia o una pareja estable. Recuerdo a un compañero de estudios decir, refiriéndose al matrimonio: «Mientras haya taxis libres, ¿por qué comprarse coche?». Formidable resumen de los valores del hombre actual ebrio de individualismo, de pragmatismo y de hedonismo. El compromiso requiere fidelidad, mantener pactos y ello se vive como una merma de la libertad para hacer lo que a uno le viene en gana en cualquier momento.
Esta filosofía explica que un hombre o una mujer después de 10 o 15 años de matrimonio le diga a su cónyuge: «Me voy; te dejo porque necesito mi espacio, necesito sentirme libre. Y, además, tengo derecho a ser feliz». Esta decisión desgarra una familia y engendra una gran dosis de patología emocional y social que se extiende como las ondas sísmicas de un terremoto. Autores –incluso no cristianos– reconocen la gravedad de esta forma de pensar y de actuar. Es potencialmente muy peligrosa porque una civilización no se puede mantener sin guardar los pactos o compromisos que son el «cemento» aglutinante de las relaciones personales, en especial, las más íntimas.
El sociólogo Lipovetsky, en su excelente libro La Era del vacío, ha descrito con lucidez la realidad del individualismo contemporáneo. Entre otras ideas, destacamos por su interés la siguiente. Lipovetsky habla de la reducción progresiva del interés del ser humano por los demás, en los últimos 50 años, en forma de círculos concéntricos. El proceso sería éste:
• Entre los años 1950-1970, al hombre le preocupaba mejorar el mundo. Había una inquietud social. Probablemente era una respuesta a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Es el momento cuando surge la ONU, aparecen los movimientos de protesta juvenil (el Mayo francés, el movimiento hippie, etc.), fenómenos sociales que querían cambiar el mundo. Se anhelaba un mundo mejor.
•    En la década de los años 80 (1980-1990, aproximadamente) se estrecha el círculo y uno se centra en la esfera de su trabajo. Lo importante es que la empresa vaya bien, una estabilidad laboral. Se aspira a un trabajo de por vida y a una buena jubilación.
•    En los años 90, el hombre reduce aún más sus intereses, se repliega sobre sí mismo y vive sobre todo para su familia: yo y los míos. Estos primeros síntomas de individualismo dan lugar – primero en EEUU y después en Europa– a la filosofía del «no en mi patio trasero», es decir, oponerse de forma sistemática e intensa a cualquier proyecto que pueda afectar de forma real o supuesta mi bienestar. Así nadie, quiere proyectos sociales cerca de mi casa: ni iglesias, ni centros de rehabilitación, ni siquiera hospitales.
•    En el año 2000, la reducción del interés por el prójimo ha hecho que la frase «yo y los míos» haya quedado reducida a otra mucho más corta: «yo». El mundo parece que se acaba conmigo, ya no importa nadie más que yo.
Las palabras del pueblo de Israel a Dios «Somos libres; nunca más vendremos a ti» (Jeremías 2:31) las repiten hoy millones de personas que escogen este camino del «ser libre».
 C) LA OPCIÓN MATERIALISTA: «SOY RICO... Y DE NINGUNA COSA TENGO NECESIDAD...»
(Apocalipsis 3:17) Estas palabras que el ángel atribuye a la iglesia de Laodicea nos muestran que tampoco éste es un fenómeno moderno. El materialismo, la codicia por los bienes materiales, ha sido una constante en el corazón humano. En este caso, la prioridad no es tanto «ser» como «tener». Para las personas que se dejan llevar por este camino, el ser viene 
en función del tener: «tanto tienes, tanto vales». En especial, la posesión de ciertos símbolos de estatus social que, supuestamente, confieren identidad e, incluso, superioridad. Estos símbolos de estatus varían en función de la edad, del lugar y de la época. Así, para un adolescente puede ser la ropa de marca o el teléfono móvil de última generación. Para un adulto maduro será el vehículo de gran cilindrada o una segunda vivienda en un lugar de «alto standing».
Cada generación tiene sus símbolos de estatus como nos recuerda la publicidad constantemente con sus mensajes, subliminales o agresivos, destinados al consumo. Ensalza la filosofía del triunfador en la línea que veíamos antes. Si es verdad que la publicidad refleja los valores contemporáneos, entonces el triunfo se mide por el automóvil que conduces, los hoteles donde te hospedas, el color de la tarjeta de crédito, etc. Como reacción a ello, ha surgido, en EEUU, un movimiento –el downshifting– que promueve el estilo de vida sencillo. No es más que poner en práctica la célebre frase de Francisco de Asís: «Necesito muy pocas cosas y las pocas cosas que necesito, las necesito muy poco».
La opción materialista tiene, entre otras, dos grandes consecuencias:
•    El consumismo. Si el valor de la persona estriba en lo que posee, entonces cuanto más posees tanto mejor para ti. Tu patrimonio te da seguridad, autoestima. Ello lleva a comprar de forma compulsiva tanto lo que se necesita como lo totalmente innecesario. Las compras compulsivas constituyen un serio problema para muchas personas hoy. Es cierto que detrás puede haber factores psicológicos (ansiedad, etc.), pero no tengo la menor duda de que la filosofía materialista de la vida es el motor que impulsa este fenómeno creciente. Alguien ha definido el consumismo como «comprar con el dinero que no se tiene aquello que no se necesita».
• La cosificación de las relaciones. ¿En qué sentido? Cuando trato a las cosas como si fueran personas – rasgo distintivo del materialismo– acabo tratando a las personas como si fueran cosas. El ser humano se convierte en un mero objeto, el medio, el instrumento que me permite alcanzar mis metas: mi autorrealización y mi felicidad. No importa si para ello he de pasar por encima de sus «cadáveres» (hablo simbólicamente). Esta miserable realidad se ve a diario en los trabajos, en el matrimonio y en otras esferas de la vida.
Estas tres opciones son caminos sin salida, no llevan a ninguna parte. Expresándolo en las palabras del autor del Eclesiastés, son «vanidad de vanidades», son vacíos y fuente de vaciedad o frustración. Ello nos lleva, de forma natural, a considerar la respuesta bíblica. ¿Cuál es la forma de ser que refleja la voluntad de Dios para nuestras vidas?
 © 2006 "Pablo Martínez Vila", “Básicos Andamio” © 2014 porfineslunes.org. Usado con permiso Permiso: Permitimos y animamos a reproducir y distribuir este material ya sea de forma completa o parcial tanto como se desee, siempre y cuando no sea cobrando o solicitando donativo alguno por ello, más que el coste de reproducción. Para uso en internet, por favor, usar únicamente a través del link de esta página. Cualquier excepción a lo anterior debe ser consultada y aprobada por porfineslunes.org. Contacto:info@porfineslunes.org
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miércoles, 7 de mayo de 2014

‘Los padres son causa de muchos de los problemas de los hijos’

Psicólogo y reconocido escritor, Solá explica cómo circunstancias negativas en los hijos son una proyección de un problema de los padres.

El psicólogo David Solá lleva muchos años tratando de ayudar a los padres en la educación de los hijos. Para ello, en sus libros no se encuentran consejos o 'tips' del estilo casi publicitario que invaden las estanterías de las secciones de paternidad en las librerías, sino un énfasis en un cambio de enfoque.

En su último libro, “Nuestros hijos, nuestros maestros” afronta algunos de los dilemas de la educación y la convivencia en el hogar. “Los hijos solemos verlos como reflejo de los padres”, comenta en una entrevista en Protestante Digital. “A los niños se les atribuyen a veces las causas de sus problemas. Pero en nuestro trabajo del día a día vemos que los problemas de los hijos vienen causados por los padres, aunque estos no se den cuenta e intenten resolverlos con buena intención”.


A esto le llama Solá la “ley del espejo”. “Significa quelo que vemos en los demás como malo, aquello que nos altera, es algo que está en nosotros. Los hijos en ese sentido son nuestros maestros porque van poniendo en relieve nuestras debilidades, aquello que proyectamos sobre ellos”, afirma el psicólogo.

Es evidente que no podemos evitar proyectarnos en lo que nos rodea. “Proyectamos cosas positivas y cosas negativas -dice Solá-. Queremos corregir las negativas en nuestros hijos, y cuanto más queremos hacerlo más nos frustramos y se hace más crónico”.

Por eso la solución comienza en uno mismo. “Cuando hay algo que no va bien en nuestros hijos y empezamos a trabajar en nosotros mismos, es cuando sin hacer nada especial, nuestros hijos empiezan a cambiar”.


Así, el hijo es un maestro para el padre. “Siempre nuestros hijos nos van a mostrar aquellas cosas que nosotros debemos de trabajar. El 80 por cien de los casos que vienen a mí, de padres con problemas, yo no conozco a los hijos, y lo único que hago es cambiar a los padres”, dice Solá. Y es “a medida que los padres arreglan sus problemas que los hijos van armonizándose con la conducta de sus padres”.

No está con ello eximiendo la responsabilidad del hijo, ya que “hay que ver cada caso”. Pero Solá cree que hay un patrón, aún en las decisiones incorrectas del hijo. “Por ejemplo, un hijo que tiene carencias afectivas, puede acabar buscando reconocimiento y aceptación en compañías que no le convienen, y será porque tiene una necesidad que está intentando compensar”, explica.


RECONCILIACIÓN

Otro de los temas que trata Solá tiene que ver con la reconciliación de las relaciones, sobre todo en el libro “Lo siento, te amo”. “Me baso en una situación que a la gente le cuesta mucho. Ante un problema, podemos poner la responsabilidad en tres posiciones: todo para la otra persona, con lo que nunca se arregla; compartir responsabilidad, y ahí depende de que los dos nos pongamos de acuerdo; o también tomar la responsabilidad total de la situación, y es cuando podemos trabajar en ello sin depender de la otra parte”, detalla Solá. Es en esta última situación “cuando pueden pasar pequeños milagros en nuestra vida”.

David Solá considera que este tipo de temas no siempre se afrontan adecuadamente, por eso quiere seguir aportando de su experiencia. “Tenemos recursos, e intento escribir y detallar para que la gente pueda tenerlos. Son recursos probados cientos de veces y quienes lo llevan a la práctica, me dan la satisfacción de ver cómo han restaurado relaciones, familias, han restituido su relación con Dios. Situaciones que me dan mucha satisf
acción”.

Mi clase de gente


Hace años, en una reunión en la iglesia, el pastor Ray Stedman leyó desde el púlpito el texto del día: «… No se engañen a sí mismos. Los que se entregan al pecado sexual o rinden culto a ídolos o cometen adulterio o son prostitutos o practican la homosexualidad o son ladrones o avaros o borrachos o insultan o estafan a la gente: ninguno de ésos heredará el reino de Dios. Algunos de ustedes antes eran así…» (1 Corintios 6:9-11, ntv).

Entonces, levantó la mirada, con una sonrisa desconcertada en el rostro, y dijo: «Solo por curiosidad. ¿Cuántos de ustedes tienen uno o más de estos pecados en su pasado? Si así fuera, ¿podrían ponerse de pie?».
Entre nosotros, había un jovencito que nunca antes había estado en la iglesia. Había aceptado a Cristo hacía poco en una campaña de Billy Graham y ese domingo había ido a la iglesia con temor y temblor, sin saber qué encontraría. Tiempo después, me dijo que cuando escuchó la pregunta del pastor, miró a su alrededor para ver si alguien más se ponía de pie. Al principio, nadie lo hizo, pero poco a poco, la mayor parte de la congregación se levantó. Entonces, se dijo: «¡Esta es mi clase de gente!».
Todos podemos encontrarnos en la lista de Pablo de 1 Corintios. Pero cuando confesamos nuestro pecado y aceptamos el regalo de vida eterna que nos otorgó la muerte de Jesús, nos transformamos en una nueva criatura salvada por gracia (Romanos 6:23; 2 Corintios 5:17).